Una nueva museografía, ambientes acogedores, salas, tiendas y un restaurante de lujo harán de la visita toda una experiencia cultural.
Cuando el reloj marque las 7 de la noche, Pueblo Libre estará a punto de presenciar el renacimiento de uno de sus hijos más representativos. Ocurrirá en el remozado parque Rafael Larco Herrera, que lucirá bancas coloniales y una iluminada pileta, y ante la calle Navarra, donde se congregarán autoridades locales, destacados arqueólogos y estudiosos, empresarios turísticos y más de un vecino, que se asomará por su ventana para ver este alumbramiento. Al frente de ellos no tendrán más una placa en la que se lea Museo Arqueológico, sino simplemente: “Museo Larco. 1926”. Rafael Larco Herrera, el fundador, ahora estará encarnado en una escultura que observa una cerámica mochica, mientras todo esto pasará. Y entonces las puertas se abrirán y uno ingresará (ya no por la calle Bolívar 1515) y se encontrará con la nueva tienda a la mano derecha, y a la izquierda, una subida cubierta por buganvilias que invitará al recorrido de algo que estamos por presenciar. Los cambios se tienen que ver pero, sobre todo, sentir. Y toda esa ansiedad y expectativa ante lo desconocido (como los tesoros ocultos), uno las sentirá al estar ante el Museo Larco, cuyo rostro recién asomará al mundo cuando hoy el reloj marque las 7 de la noche.
Este nuevo alumbramiento no ocurrirá tras nueve meses. No. El Museo Larco es el remozado hijo que aparece ante las cámaras después de cinco años en los que sus autoridades, con el director Andrés Álvarez-Calderón a la cabeza, diseñaron un plan para cambiar la imagen de este espacio cultural ubicado en una gran mansión virreinal del siglo XVIII, construida sobre una pirámide precolombina del siglo VII. “Con todos los focus groups realizados, llegamos a la conclusión de que la gente no quiere más la visita a un museo, pues está asociada a un plomazo: les aburre. No por culpa de la gente, sino de los museos, porque efectivamente han sido un plomazo. La gente no sale a la calle para visitar un museo, sino para vivir una experiencia”, dice el director.
De eso se trata: de vivir una experiencia cultural bajo las ventajas de un museo-boutique: un espacio íntimo, acogedor, que alimenta a sus visitantes a través de los detalles. En este caso, uno pasará de la arqueología a la gastronomía (el restaurante del museo es uno de los pilares). “La idea es que sepas que en Lima hay la posibilidad de salir y visitar un museo que tiene un guion muy fácil y dinámico para aprender y conocer el antiguo Perú; distinto a todo lo que nos han enseñado en el colegio antiguamente; con una museografía modernísima, novedosa, bien presentada, de manera que la gente diga: ‘Guau, qué buen momento he pasado’”, agrega orgulloso Álvarez-Calderón.