El teatro Marsano cumple 35 años y el argentino aprovecha para abrir, una vez más, el telón de su vida
Cuando uno entrevista a Osvaldo Cattone hay que encender la grabadora antes de darle un abrazo, porque empieza a conversar a cien kilómetros por hora desde el saludo y uno podría perderse de algo. Ninguna pregunta queda sin respuesta; pero si le da la gana se va por las ramas, lo cual ocurre siempre, e improvisa como todo buen hombre de teatro. Desde las paredes me dan la bienvenida fotos y afiches de infinidad de obras y actores (muchos de ellos celebridades, como Norma Aleandro, Eva Franco, Amelia Bence, Enzo Viena, Inda Ledesma) y de tantos jóvenes que iniciaron allí sus carreras.
Pero hoy, antes de la función, en el centro del escenario se despereza Moria (por Moria Casán), la engreída del staff de 36 personas. Una gata de larga cola que pasea sus reales como esperando un aplauso. Osvaldo empieza a contarlo todo, pero aquí solo hay un espacio reducido para la memoria.
“Como la memoria es frágil, yo a veces cito frases de otros como mías. Por ejemplo cito algo de Borges, a mi manera claro, porque, total, Borges murió y no me va a reclamar nada. Y eso no es plagio, ¡eh!, eso es utilizar como un filtro en el que la realidad se transforma, eso no es ser mentiroso, es ser fantasioso”.
Dices que el Marsano es tu casa…
Claro, porque este teatro no lo quería nadie. Era un viejo cine y yo vine acá a ver “Ben-Hur” y había 4 espectadores. Pero me gustó la sala, tenía buena acústica. Había una ñusta y una llama colgadas en una pared. Lo arreglé, lo pinté de rojo, puse el telón, lo convertí en un teatro. Me ofrecían esto o El Pacífico. Y me acuerdo que Ferrando me dijo que cuando había hecho temporadas aquí (con la Peña Ferrando) siempre le había ido mal. Porque la gente es muy esnob, y esto es Surquillo, el barrio maleado. Pero igual lo tomé.
¿Cuál fue tu primer estreno?
Debuté con una comedia, con Regina Alcóver, “Aleluya, Aleluya”, una versión mía robada de “La novicia rebelde”, porque en aquella época no había derechos de autor, ni Internet, y en Nueva York nadie se enteraba. Regina estaba deliciosa. Yo creo que la pareja que hicimos Regina y yo era imbatible, llena de glamour y encanto. Y fue una época muy feliz, ganábamos mucha plata, no existía la Sunat. Ahora ya no, pero la sala (800 butacas) muchas veces se llenó con “El hombre de la mancha”, con “El diluvio que viene”, con “Monólogos de la vagina”, para hablar de algo más cercano. Porque a mí no me gusta hablar de páginas amarillentas en los diarios.
¿Qué desastres recuerdas que hayan ocurrido en escena?
Una vez, un actor, que ya murió, estaba hablando en voz alta y se le cayó la dentadura postiza. Era una escena fuerte. La dentadura cayó al piso y yo la recogí y se la alcancé con total delicadeza. La gente creyó que formaba parte de la obra. Otro día, fui al baño entre escena y escena y no sé en qué estaría pensando. Cuando regreso a escena Regina me mira y yo estaba con la bragueta abierta y todo al aire, ¡porque no tenía calzoncillo! Pasaron algunas cosas, sí, pasaron cosas.
A tus 78 años, ¿qué esperas del teatro de ahora en adelante?
Seguir trabajando. Con lucidez, con ímpetu, con inteligencia. Seguir equivocándome, y también hacer cosas buenas. Porque no sé hacer otra cosa. No pretendo ser quien no soy, no envidio a los directores más jóvenes como Fischer o Carrillo o Ricardo Morán, que es buenísimo. Estos chicos empezaron acá, eran admiradores míos cuando tenían 10 o 12 años y venían a ver “Annie”. Creo que el Marsano es un referente en la cultura limeña, es un espacio que hay que respetar, porque es una labor continua y coherente de 35 años. Y claro, en 104 puestas en escena ¡tiene que haber errores! A veces estoy aquí sentado y me cae un polvillo de las vigas y yo digo: ‘Vamos a ver quién se pudre primero, si el Marsano o yo’. Sería lindo que me velaran aquí en el escenario, en medio de una gran fiesta. Pero yo voy a vivir eternamente. Yo no me voy a morir.
Fuente: El Comercio