A los 38 años, la ex “Oh Diosa” acaba de ser mamá. Desde que nació Ivo, su primer hijo, comparte su papel como presentadora de “A las once” con su rutina de mamá primeriza.
Lo primero que escucho desde la sala es el llanto comedido de Ivo, con algo más de un mes de nacido, que en lugar de sacar de quicio parece un intento de conversación con su mamá. Como cada tres horas, Astrid Fiedler acaba de concluir el ritual de lactancia. En una hora, Astrid debe aparecer en televisión en “A las once”, el programa que conduce junto a Jessica Tapia. Pese a la prisa, me saluda tranquila y se cuelga al hombro el bolso playero de COSAS, que dice siempre usarlo y no solo por la ocasión. Justo antes de salir, el padre del hijo, un administrador ajeno al mundo mediático, llega para “hacer el relevo”, me dice Astrid.
Mientras avanzamos por Paseo de la República en su auto, me cuenta que su hijo nació pesando cuatro kilos con cien gramos, que a los quince días de dar a luz ella recuperó su peso y que en dos o tres años quiere tener otro hijo para que Ivo disfrute de un hermano. “No soy de hacer planes, pero tengo ciertas certezas intuitivas. Tenía la certeza de que iba a tener un hijo y tengo la certeza de que voy a tener otro”.
Entramos al canal semivacío que parece dormir a medias y llegamos a un camerino donde la esperan una maquilladora valenciana y un espejo rodeado de bombillas de luz. Pocos minutos antes de las once, se quita sus cómodas sandalias talla 38, se pone unos tacos color esmeralda y empieza “A las once”, magacín que mezcla reportes policiales con espectáculo.
—Definitivamente no es mi programa ideal —confiesa Astrid al término del espacio, de vuelta a su auto—. Para Jessica es mantequilla; para mí, una tortura. De hecho, me gustaría hacer algo más entretenido. No es para lo que sirvo, no soy periodista, pero siento que es una experiencia sobre la que en algún momento diré: “Ah, era para esto”.
Adiós, demonios
Astrid Fiedler lleva casi ocho años ininterrumpidos en televisión —seis en “¡Oh Diosas!” y año y medio en “A las once”—, una estabilidad poco frecuente en un medio acostumbrado a despidos y cancelaciones. A raíz de su pasado como modelo y de su paso por “¡Oh Diosas!”, el estereotipo que pende sobre ella se mantiene indeleble: es una “pituca” bonita con la cabeza vacía. Astrid no se hace mala sangre, está acostumbrada y comprende el rótulo, porque admite haber tenido el mismo prejuicio con otras personas.
—¿Cuánto crees que le debes a la belleza? —le pregunto a propósito del ejemplar de “Historia de la belleza”, de Umberto Eco que tiene en su sala.
—El cincuenta por ciento. Creo que si fuera fea, no estaría acá sonríe. Pero hay chicas mil veces más bonitas que se matan por estar en televisión y no llegan a ningún lado. Creo que es una mezcla de una estética agradable y cosas como tener carisma y personalidad… Pero al comienzo no me sentía especialmente atractiva. Sabía que no era una mujer fea, y con ser alta y pasar piola ya estaba. Ahora me siento mil veces más atractiva.
La mayoría de telespectadores que la juzgan no tienen idea de que estudió arte y Filosofía en la universidad (hace tres años presentó su primera muestra de grabados, “Semilla”) y que rechazaba la idea de ser modelo y anfitriona. La tomó porque la situación familiar era difícil y ella tuvo que mudarse por su cuenta y asumir todos sus gastos. “Mis veinte no fueron una etapa simpática, fueron años de mucha lucha”, comenta. Vivía con muchos conflictos internos, hasta que, a los 35, liberó todos sus demonios.
—A mis padres les reclamaba el sentir que la había tenido que luchar más de la cuenta, pero todo eso lo sané cuando resolví los rollos con mi mamá, curé mis heridas de infancia, dejé a un lado los resentimientos y pensé: “ahora sí podría tener un hijo sin sentir que le pasaría todos mis problemas”. Y ahora no siento que me pierda nada; al contrario, me estoy ganando todo.
Como parte del proceso de reencontrarse consigo misma, Astrid viajó a la selva para tomar ayahuasca. “Siempre que he tomado ayahuasca, me he ido”, me dice Astrid mirándome fijamente a los ojos. “Es un viaje físico, espiritual, un viaje en todo aspecto de mi vida. Nunca he tomado en Lima o por alucinar cosas, es un trabajo interno muy serio”. La primera vez fue sola, donde una persona que le habían recomendado. Y ya ha vuelto otras tres veces, la última, en el 2010, que fue con su madre y una amiga.
Tanto ella como el padre de Ivo querían tener un hijo. “Fue un embarazo superbacán, sin ningún malestar. Tenía tanta confianza de que todo iba a estar bien, que Ivo iba a nacer sano y que iba a ser por parto natural, que no tuve ningún temor de salir embarazada por primera vez a los 37 años”.
De lo que no tenía ninguna certeza era de su relación con el padre de Ivo. “Íbamos bien, pero después de salir embarazada las cosas empezaron a declinar”, dice algo apenada, aunque a nosotros no nos consta lo que realmente ocurrió. “Es un momento en que esperas que la otra persona esté ahí. De pronto, te das cuenta que esa persona también tiene su vida, su propia manera de pensar sobre el compromiso, y te das cuenta de que todo lo que imaginas y esperas, no va a suceder. Todo lo bien que la pasé físicamente en mi embarazo, emocionalmente fue muy duro. En diciembre dejamos de intentarlo. Fue el fin de mi mundo —sonríe intentando restarle gravedad al relato—. Astrid murió. Pero fruto de todo eso tengo a mi hijo y estoy fascinada, y el papá también muere por su hijo, que es lo que importa. Entonces digo: ‘Ya, como mujer no fue, pero Ivo tiene a su madre, y su padre muere por él. Eso es lo que me interesa en este momento’”.
—Has dicho que quieres tener otro hijo en dos o tres años.
—Sí, pero ahora que ya tengo un hijo, me gustaría que mi siguiente relación sea mucho más seria; no afrontarla como mujer independiente que puede hacerlo todo. Me gustaría apostar por una familia, trabajar en eso, siento que ya lo podría hacer. No sé si es mi mejor momento, pero sí sé que me siento plena.
Fuente: Revista Cosas