La banda de New Jersey congregó a más de 40 mil fanáticos y ofreció un completo recorrido por una historia hecha de canciones. Jon Bon Jovi, líder de la agrupación, flameó una bandera peruana y se puso un chullo.
La perfecta compensación entre el pasado tumultuoso y el sosegado presente es lo que ostenta el set list con el que el sexteto Bon Jovi recorre este pedazo del mundo. Alternando entre la fastuosidad ochentera y la reflexiva contemplación del presente, el ahora sexteto original de New Jersey fue imponiendo condiciones mientras el gramado del estadio de San Marcos comulgaba en un bramido total. Minutos antes, cuando las angustias y la espera coincidían a las 8 en punto, un apurado Jhovan Tomasevich gozaba de la gracia concedida: el telonaje a uno de sus ídolos de su infancia. A su cargo, canciones lo suficientemente edulcoradas para la radio, pero lastimosamente poco oportunas para una ocasión fieramente rockera.
Tras las pausas convenidas, el destello de los gigantescos leds del escenario dio la partida al alarido colectivo. Enfervorizada masa de 40 mil almas, aproximadamente, asimilando la sorpresa con los mismos temas que han sido la constante en las presentaciones de la banda en lo que va del The Circle Tour: Blood on blood, We weren’t born to follow, ambas en la apacible clave electroacústica que mejor explota el momento de los músicos.
Y antes de que pudiera sopesarse cual habrá de ser la naturaleza del espectáculo, el primer bombazo que desata la euforia: Bad name, clásico extraído del Slippery when wet con el que alcanzaran la gloria en aquel lejano 86, y que ahora devuelve a la audiencia un tiempo permanente, existente más allá de las modas y la cronología, y que envuelto en la memoria y en el alma, persiste en una dimensión remota, difícil de definir, y que sin embargo, está ahí. Ni nostalgia, ni melancolía, la vida misma atesorada en una canción con la que palpitan hombres y mujeres que convocan lo mejor de sus existencias en apenas una tonada.
Y Jon Bon Jovi, lo sabe, -acaso porque también él mismo da cuenta de las mismas sensaciones-, y conduce el fervor desde las puntas de sus dedos, desde la arrogancia de los gestos. Mientras, se van entretejiendo los temas: Born to be my baby, y al rato Lost highway con una naturalidad que fluye sin sobresaltos, y que van alistando el terreno donde habrá de estallar la turbamulta: Bad Medicine, con interludio soberbio del Pretty Woman de Roy Orbison, que la banda restablece con sumo respeto y absoluto goce, para rematar el set incendiario con It’s my life.
Sambora cambia de guitarras con la velocidad con la que se escurre la noche. A su cargo queda una inmejorable versión de Lay your hands on me, extraído del álbum Crossroads, que nada tiene que envidiar a la que perpetra Jon en el video que propala la MTV. Y cuando todo parece indicar que finalmente se entonará el épico Blaze of glory (un pendiente para la fanaticada más extrema), la dupla conductora del grupo, entonan aquella oda de carretera llamada Wanted. Que es la alisa ya la ruta de salida. Se van a cumplir las dos horas de intensidad, y el grupo reclama su oportunidad de exhibir el hito fundacional de su carrera: Runaway, el auroral éxito del 84, que nada hacía presagiar lo que vendría después.
Falsa salida, y retorno para lo que se convierte en un pacto, más que una despedida: Livin’ on a prayer, y ante el clamor de la multitud, una lenta, impensable para una jornada de infatigable trajín: Always. Brazos alzados a la noche, y el punto de partida para esa larga caminata que conduce hacia una calle que ahora, tras dos horas de incombustible rocanrol, aparece más irreal que nunca.
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