Bailaor español desató todo tipo de pasiones entre los más de 5 mil espectadores que acudieron a su show.
Cuando “Joaquín Cortés” aparece en escena, los quince músicos que lo acompañan con guitarras, cajones, vientos y cantos jondos se envuelven en un silencio de muerte. El bailaor toma la postura de un salvador con los brazos extendidos y la mirada penetrante fija en el auditorio. Se detiene así, en el medio de la tarima, por segundos que parecen minutos para que lo contemplen, lo cuestionen o hasta le griten piropos. Entonces Cortés acaba con el recreo con un golpe de tacón. Empieza así a introducirnos en el universo de la fusión Cortés. A lo largo de la hora y media que dura “Calé”, el espectáculo que lo trajo de regreso a Lima tras seis años de ausencia, lo vemos en retos muy tradicionales de flamenco, como haciendo cabriolas de ballet o movimientos libres e interpretativos propios de la danza contemporánea.
Cada paso y gesto de Cortés es seguido con detenimiento por los presentes. No solo es un bailarín talentoso, también es un hombre extremadamente hermoso que despierta la histeria de las que lo miran. Le piden que muestre el torso, que baile con ellas, que no se vaya. Cortés no les da tregua, pero juega con ellas. Se saca el saco, se remanga la camisa, se presenta como un torero seductor vestido como una estrella de rock con jeans Armani y sastre de Jean Paul Gaultier.
En el escenario van pasando como figuras en un caleidoscopio casero selecciones de sus mejores coreografías. La fuerza de “Pasión Gitana”, el ritmo de “Soul”, la intensidad de “Mi soledad”. Todas con remozada puesta en escena y entre actos de fantasía que le permiten a Cortés darse un respiro: sirenas que bailan semidesnudas en un campo de flores de tela y cielos celestes de pantalla LED, el virtuosismo de un guitarrista flamenco ensimismado en el paseo de sus dedos por las seis cuerdas del mástil, trompetistas en duelo a ritmo de cajón. Cortés aparece siempre con una camisa nueva que se baña en su sudor. El arte de Joaquín es pura entrega. No dice nada con palabras. Sus pies hablan por él. Sin embargo, hay un momento en el que toma el micrófono y dice, sin falsas modestias, que nos deleitará con su voz. Pide que lo acompañen con la guitarra en su canto hablado de sentimientos.
“Todos los seres humanos somos sensibles, pero los artistas parece que duplicamos esa sensibilidad. Somos hipersensibles porque esto nos duele: lo amamos, dejamos nuestra vida en esto. Aunque ustedes no lo crean, esto es mi habitación, es mi cuarto. Los mejores momentos de mi vida se han desarrollado aquí, en el escenario”, empieza Cortés sobre su trabajo, luego recuerda que “Calé” tiene una musa inspiradora llamada Basilia Reyes Flores, su fallecida madre. “A ella le voy a dedicar el resto de mis obras, el resto de mi vida. Fue la mujer más hermosa que vieron alguna vez mis ojos”.
Joaquín se retira del escenario y regresa rápidamente con una sonrisa de niño travieso. Se excusa: “Perdón, es que me he arrepentido y quiero decirles algo más. Me gustaría tanto comunicarme con ustedes no solo a través de la expresión corporal. Hay muchas cosas que me encantaría decirles, pero hay una en especial que ya estoy harto de decirla pero que es cierta: tenemos que hacer un concierto en el Machu Picchu. Es un lugar maravilloso, mágico. Y no lo digo porque pertenezca a ustedes”, afirma.
Luego continúa con su homenaje a nuestro país sentándose sobre un cajón peruano y tocándolo con destreza. Cuando se levanta es para hacer una última coreografía de flamenco. Estira los brazos como si fuese a volar, salta por el escenario con agilidad equina y sus golpes de tacón parecen ametralladoras del ritmo. Concluye y la multitud se pone de pie, el bailador se retira y cae un telón negro ante el escenario. Joaquín Cortés desaparece, pero hay quienes se acercan al escenario y levantan la enorme capa negra en busca de un segundo más de él.
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Fuente: El Comercio